Por Víctor-Isolino Doval
Mientras la sangría en el país sigue fluyendo con intensidad –no hay conteo que alcance a calibrar exactamente los asesinatos en México–, el presidente López Obrador inauguró la refinería de Paraíso, Tabasco. El aluvión de memes en internet coincidió con los sesudos análisis que al respecto hicieron los observadores del asunto energético: la lustrosa refinería es incapaz de refinar petróleo.
Durante cuatro años, el presidente de la república ha estirado las promesas hechas durante sus años en campaña. Vamos a resolver la inseguridad, estamos trabajando para solucionar la precariedad del sistema de salud. Etcétera. Como en el caso de la refinería, dichas promesas se ubican en esa zona perdida del tiempo que es un permanente mañana que nunca llega y se ancla en el hoy.
Es curioso que la rueda de prensa diaria que se ofrece en el salón de la tesorería del palacio nacional se haya dado en llamar «mañanera». ¿Cuándo quedará arreglada tal cosa, presidente? Mañana. Da igual si es el desabasto de medicina, las embestidas del crimen organizado o la migración. Todo quedará resuelto mañana. Y, a la mañana siguiente, en la mañanera, al preguntarle sobre esos pendientes, la respuesta es la misma. Mañana.
Esto ocurre por algo que explica muy bien Samuel Ramos. En 1934, el filósofo mexicano publicó El perfil del hombre y la cultura en México –inspiración de Paz para su Laberinto de la soledad–, en el que delinea los contornos de lo mexicano y e intenta explicar nuestra enrevesada identidad nacional.
Para Ramos, la nota que más resalta en el carácter mexicano es la desconfianza, que aparece con o sin fundamento alguno. El mexicano no desconfía por principio –porque carece de ellos–, sino por su profunda irracionalidad. «No hay nada en el universo –escribe– que el mexicano no vea y juzgue a través de su desconfianza».
Al respecto, el juicio de Ramos es implacable: la desconfianza del mexicano no se limita al prójimo; es omniabarcante y omnipresente. «Si es comerciante, no cree en los negocios; si es profesional, no cree en su profesión; si es político, no cree en la política. El mexicano considera que las ideas no tienen sentido y las llama despectivamente “teorías”; juzga inútil el conocimiento seguro de los principios científicos. Parece estar muy seguro de su sentido práctico. Pero como hombre de acción es torpe, y al fin no da mucho crédito a la eficacia de los hechos. No tiene ninguna religión ni profesa ningún credo social o político. Es lo menos “idealista” posible. Niega todo sin razón ninguna, porque él es la negación personificada».
A partir de esta desconfianza esencial, el mexicano vive una vida irreflexiva, sin futuro. Con tal de no hacer ningún plan, está dispuesto a no pensar. Por eso, el mexicano sólo se interesa por objetivos inmediatos. El futuro no figura en nuestro horizonte. Y, así, hemos suprimido e nuestra vida cualquier noción de porvenir.
El veredicto de Ramos sobre el mexicano es discutible y, por supuesto, puede enfurecer a muchos fervorosos patriotas. Lo que sí es admisible es que en el caso de la gestión del presidente López Obrador se verifican ciertos síntomas de lo apuntado en El perfil del hombre y la cultura en México.
La falta de previsión del actual jefe del ejecutivo, su impericia y la precipitación de algunas de sus decisiones (se dice que los miembros de su gabinete se enteran de los planes de la presidencia en la mañanera de ese día) son elocuentes ejemplos de que en la cabeza del mandatario no existe futuro alguno.
En ese enrarecido presente en el que vivimos no hay durabilidad que valga ni largos plazos que preocupen. Cualquier proyecto caduca mañana. Ahí, en un ahora sin futuro, es lógico que se cancele lo que funciona y se construya sólo para el día de la inauguración.
En esa vida eternizada en el presente sólo cabe moverse por instintos. Ante cualquier eventualidad, ya veremos. Del otro lado, la reflexión crítica y el sosiego intelectual suponen que hay tiempo hacia delante y, por ello, podemos detenernos a pensar. Y, si podemos esperar, es que hay futuro.
Para el presidente no hay futuro, sólo existe el hoy. La vida sin futuro no necesita de normas. Sin leyes que la conduzcan, la vida en el eterno presente queda a la deriva. No queda de otra que vivir a la buena de Dios.
«Es natural –concluye Samuel Ramos– que, sin disciplina ni organización, la sociedad mexicana sea un caos en el que los individuos gravitan al azar como átomos dispersos». Si el responsable de la conducción del país tampoco ve más allá del día siguiente, también es comprensible que México esté flotando sin rumbo, expectante a las ocurrencias y refranes proferidos cada mañana.