Empiezo citando una frase que se atribuye a Juárez, "a los amigos, justicia y gracia. A los enemigos, la ley a secas". Los últimos años han mostrado que en México, a la par de los avances en favor de la democracia y la autonomía de las Fiscalías, el poder del Presidente sobre ellas se mantiene con cabal salud cuando se trata del ejercicio de la acción penal. Una orden de aprehensión y un vaso de agua no se le niegan a nadie, me dijo alguna vez un profesor. Y menos a un enemigo.
El uso discrecional de la labor de los Ministerios Públicos y Fiscalías por motivaciones políticas y vendetas personales, ha sido práctica común cada vez que ha sido necesario para el Presidente en turno. Si alguien sabe bien esto es Andrés Manuel López Obrador, ya que quizás nadie ha sido por igual víctima y beneficiario de estas prácticas arbitrarias.
Primero, en 2004 y 200 la élite política y económica de México dedicaron cuerpo y alma a evitar que AMLO llegara a ser candidato presidencial. Con este afán se orquestó un proceso para desaforar, procesar y encarcelar al entonces Jefe de Gobierno del Distrito Federal y así evitar su candidatura. El músculo político del tabasqueño asustó a Fox -convocó una marcha a la que acudieron más de un millón de personas- y el desafuero se frenó. Si bien AMLO salió fortalecido de la escaramuza, la marca del asedio y del uso arbitrario de la justicia en su contra quedó impresa.
Segundo, en 2018 Ricardo Anaya necesitaba urgentemente acortar su larga distancia con López Obrador en las encuestas, y para ello, entre otras cosas, prometió que de ganar la elección encarcelaría a Enrique Peña Nieto. El Presidente reaccionó al más puro “antes de que tú me metas al bote, te meto yo”, y la PGR embistió contra Anaya. Una acusación por lavado de dinero en la venta de una nave industrial a un tal Manuel Barreiro empañaron la campaña de Anaya y lo pusieron a la defensiva por semanas. AMLO terminó por ganar la Presidencia y de Anaya, Barreiro y el lavado ya nada se supo. Con o sin la PGR, López Obrador era el ganador cantado de esa elección, sin embargo una ayudadita no perjudica a nadie.
La semana pasada se dio a conocer que la Fiscalía General de la República iría tras Carlos Ahumada por una acusación hecha en 2013. En 2003 el empresario argentino, como el auditorio recordará, fue el que hizo llegar a Diego Fernandez de Cevallos y Carlos Salinas (por conducto del abogado Juan Collado, hoy preso) los famosos videoescandalos donde se veía a colaboradores cercanos a AMLO (entonces Jefe de Gobierno del Distrito Federal) en flagrantes actos de corrupción (René Bejarano y las ligas, Gustavo Ponce en las Vegas, entre otros). Esto lo convirtió en un histórico adversario del hoy Presidente, los videoescandalos, a diferencia del intento de desafuero, golpearon por debajo de la linea de flotación del lopezobradorismo.
¿Dudo de que Ahumada y Collado sean responsables de los crímenes de los que se acusa y seguramente de varios más? Claro que no. Pero tampoco dudo que guardar a la Fiscalía en un cajón y utilizarla arbitrariamente para encarcelar viejos enemigos políticos sea tóxico para la construcción de un Estado de derecho, y contrario a un cambio de régimen que ha prometido no hacer del Ejecutivo el poder de poderes, mientras combate la impunidad y la corrupción. Un cambio verdadero, digno de llamarse transformación, tiene en el centro la aplicación de la ley que acabe con el cáncer que es, precisamente, la impunidad. Una condición indispensable para esto son fiscalías autónomas, independientes a las agendas, filias y fobias del Ejecutivo. Durante el gobierno de Peña Nieto los Gordillos, Duartes, Borges y Padrés fueron los primeros y los únicos... la esperanza de una cambio verdadero está en que los Collados, pronto Ahumadas y Robles sean sólo los primeros.