Colosio está de vuelta. La discusión y la intriga han regresado con todas sus fuerzas por dos razones que acompañan al 25 aniversario de su asesinato. Primero, la desclasificación de varios archivos del proceso de investigación que saca a la luz documentos, videos y fotografías ignoradas por el público de careos, reconstrucciones y demás partes del proceso; y segundo, la serie “Colosio: historia de un crimen” que se estrenó en Netflix antier. Según una encuesta de Buendía y Laredo, 58% de los mexicanos cree que Mario Aburto actuó siguiendo ordenes. Una mano movió la cuna. Ese sector podríamos subdividirlo en dos grupos: quienes creen que la mente detrás del crimen fue la de alguien o alguienes (sic) “de adentro” y quienes creen que fue directamente la de Salinas. Lo primero me parece posible, en una de esas probable, aunque no hay pruebas que apunten en esa dirección; lo segundo, muy difícil de creer.
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Sobra decir que no tengo ni la más remota idea de quien mató a Colosio, sin embargo tampoco puedo resistir la tentación de participar en el deporte nacional de la especulación. Vamos a ello.
“No se hagan bolas, el candidato es uno (Colosio)” dijo Salinas cuando Camacho tras pretender estar apagando el fuego zapatista que desde Chiapas amargó la entrada en vigor de Tratado de Libre Comercio, mientras Colosio inició una campaña que la revista Proceso llamó “desangelada”. Pensar en Colosio como alguien ajeno al régimen, como un extraño al salinismo, es un error que raya en la ingenuidad. Los primeros 4 años del sexenio de Salinas fue Presidente Nacional del PRI, y los últimos 2 se le posicionó desde la SEDESOL como claro aspirante presidencial. Salinas lo preparó, ungió y defendió.
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No se hagan bolas. El discurso del “México con hambre” del 6 de marzo en el Monumento a la Revolución en el que quiere verse a un Colosio distinto al resto de la nomenklatura priísta, no es más que el tradicional deslinde entre candidato y Presidente, una condición indispensable para darle viabilidad a la sucesión dentro de un sistema cuya piedra angular eran la simulación de elecciones democráticas periódicas. En “La herencia”, Jorge Castañeda muestra que los choques entre candidato y Presidente fueron cosa común en los años del PRI. Por ejemplo, se dice que Gustavo Diaz Ordaz llegó a pensar en quitarle la candidatura a Luis Echeverría por sus fuertes diferencias. Y cuando este tomó protesta como Presidente pidió ante el Congreso “un minuto de silencio por los estudiantes caídos”.
No se hagan bolas. 1994 ha sido uno de los años más difíciles de la historia moderna de México. La insurrección Zapatista en Chiapas dos meses antes puso al país en los ojos del mundo por una razón distinta a la que el padre del TLC esperaba, otra vez Jorge Castañeda en La herencia dice que al recibir la noticia Salinas estuvo cerca de desmayarse. ¿Porqué entonces se daría un disparo en el pie provocando un magnicidio equiparable sólo al de Obregón? ¿Colosio logró disimular durante años ser un demócrata de la talla de Madero y al descubrirlo a Salinas -la personificación del mal- no le quedó otra más que mandarlo a matar? ¿Todo esto para terminar poniendo a un candidato con el que simpatizaba poco y que terminó llevándolo al exilio y encarcelando a su hermano? Lo veo, francamente, complicado.
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Esto va mucho más allá de Salinas, Colosio y cualquier otra conspiración arraigada en nuestro imaginario colectivo. El problema es aceptar versiones reduccionistas y simplonas de la realidad que se basan en prejuicios, fundados muchos de ellos, pero prejuicios carentes de pruebas y sustento en la realidad. El malo mandó a matar al bueno y se salió con la suya, ¿cómo más? Reducir de antemano la complejidad de la realidad a respuestas sencillas y lugares comunes es un enorme riesgo que no debemos aceptar por una razón muy sencilla: el estándar de prueba que le exigimos a la autoridad se reduce a nada. ¿Que hay por probar si un gran villano está acusado de un crimen? Lo mismo que habría que cuestionar si un gran salvador es quien respalda una decisión. Absolutamente nada. En ambos casos la equivocación en la misma: nunca seremos hundidos ni salvados por una sola persona.
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